Autor: Rómulo Betancourt
Título: Al margen del debate parlamentario sobre refinería de petróleo
Fecha de publicación: 26-05-1938
Publicación: Diario Ahora


En la sesión de anteayer de la Cámara del Senado se suscitó un interesante debate, al discutirse una modificación introducida en el proyecto de Ley de Hidrocarburos.
La comisión designada para estudiar el proyecto primitivo, elevado al Congreso por el Ministerio de Fomento, ha introducido varias modificaciones a aquél. Una de ellas, de mucha importancia, es relativa a la posible monopolización por el Estado de la industria de refinación de aceite mineral.
El texto de la adición a la Ley de Hidrocarburos, propuesto por la Comisión Especial, con referencia al problema de la refinación, es el siguiente:
"a) Artículo... Se autoriza al Ejecutivo Federal para que, cuando lo juzgue conveniente, declare industria reservada a la Nación la manufactura y refinación de Hidrocarburos y demás minerales combustibles, en ejercicio del derecho que confiere al Poder Federal el inciso noveno del artículo 32 de la Constitución Nacional".
Contra esta reforma, progresista sin duda, se pronunció el senador Muñoz Rueda. Su argumentación no se diferencia absolutamente de la tan manoseada por cuantos padecen frente al inversionista extranjero un acusado complejo de inferioridad. Dijo ese senador que Venezuela estaba incapacitada para competir con los poderosos truts extranjeros explotadores de las industrias de producción y refinación. Desde otro ángulo, combatió también la reforma el doctor Carlos Morales, en nombre del liberalismo manchesteriano. En opinión suya, el Estado no debe actuar nunca como empresario.
Sintéticamente, en la forma esquemática impuesta por un artículo de periódico, vamos a rebatir ambos modos de argumentar.
Con respecto a lo dicho por el senador Muñoz Rueda no cabe sino repetir aquí cuanto hemos afirmado con respecto al capital extranjero: debe ser controlado por el Estado. Debe ser condicionado por la Nación. Venezuela ya no puede continuar siendo un bien mostrenco, que como suyo explota, en exclusivo beneficio, el primer aventurero de ultramar arribado a nuestras costas con una chequera en el bolsillo. En el caso concreto de la refinación de petróleo, sólo el servilismo sin límites del Gobierno anterior con las compañías, y la timidez absurda ante ellas del actual equipo gobernante, puede explicar la situación existente. Las compañías exportan crudo el aceite venezolano, lo refinan en sus grandes plantas de Curazao, Aruba, New Jersey, etc., y luego se reimporta refinado un volumen cuantioso de los carburantes consumidos en Venezuela. Prevalidas del monopolio de hecho que ejercen en el mercado venezolano de la venta de esos mismos carburantes, los cobran a precios más altos que el pagado por consumidores de Estados Unidos, de la gasolina y otros productos extraídos del petróleo de Zulia, Monagas y Falcón.
Las utilidades líquidas que hacen las compañías petroleras en Venezuela, por el solo concepto de venta de carburantes en el interior del país, alcanza a cifras importantes. Para 1932, según datos recogidos en la Memoria de Fomento de aquel año, esas utilidades alcanzaban a los 32 millones de bolívares. Naturalmente que hoy, 6 años después, ese volumen de ganancias será mucho mayor. El uso de carburantes, con la creciente motorización de una serie de actividades económicas, se ha, cuando menos, doblado en estos últimos años.
De estas constataciones surge, con caracteres imperiosos, la necesidad de que el Estado construya en Venezuela su propia refinería y monopolice, indemnizando previamente a las compañías por las inversiones hechas en plantas refinadoras o distribuidoras, el negocio de destilación y venta de los carburantes derivados del petróleo.
¿Que esto es imposible? Sólo lo será en las mentes de los colonialistas. De ese río de millones que volcará sobre Venezuela el Plan Trienal -cornucopia pródiga,- no vemos por cuál causa no pueden canalizarse 10 millones de bolívares hacia la construcción de una refinería gubernamental. Cálculos precisos revelan que no más de esa suma costaría una planta de refinación absolutamente capaz de destilar los carburantes necesitados por el mercado interno.
La materia prima la obtendría el Estado optando por recibir en especie -esto es, en petróleo crudo- una parte del royalty pagado por las compañías. Ninguna reforma sería necesario introducir en la Ley de Hidrocarburos por cuanto la vigente autoriza al Estado para realizar esa escogencia entre recibir la > del 10% en especie; o en su equivalente en moneda nacional.
¿Posibilidades de fracaso comercial de esa empresa? Ese fracaso resulta utópico, imposible. Si a Costa Rica - país que no produce petróleo y de apenas 500.000 habitantes- el monopolio de la venta de la gasolina le produce al Estado más de medio millón de colones anuales, no nos explicamos de dónde se sacó de la cabeza el senador Muñoz Rueda esa posible debacle de una industria de refinación estatizada. Venezuela -país petrolero, capacitado económicamente para construir ahora mismo una refinería estatal y con un mercado interno firme y seis veces más extenso que el de la pequeña República centroamericana- está en condiciones de estimar en varios millones anuales de bolívares sus utilidades líquidas al emprender un negocio de tal índole.
Los argumentos del doctor Morales son fácilmente rebatibles. Aun los más obcecados devotos del Estado-abstencionista, reconocen la necesidad de su intervención en determinadas industrias. Aquellas que constituyen, por su naturaleza, verdaderos monopolios de hecho sobre servicios públicos, no pueden ni deben estar sino en manos del Estado. Eso se explica porque los archiconservadores consejeros del dictador Primo de Rivera lo indujeron a la monopolización, por el Estado, de la producción, refinación y venta en la Península de los derivados del petróleo. Régimen semejante rige en Italia, Francia, etc.
Sobre el tema volveremos. Es de gran actualidad y de importancia básica.