Autor: Rómulo Betancourt
Título: El viaje al Zulia del Ministro Cuenca y el problema del reparto de utilidades
Fecha de publicación: 11-12-1938
Publicación: Diario Ahora

Está en el estado Zulia el doctor Héctor Cuenca, Ministro del Trabajo y Comunicaciones. Hizo para la tierra del petróleo -que es la suya- un precipitado viaje en avión.

Alrededor de esta gira del Ministro del Trabajo se tejen los más variados comentarios. Hay ya quien -enemistado con la política liberal que viene realizando el doctor Maldonado- atribuye a ese viaje fines políticos. Presumen los tales que ha sido enviado ese miembro del Gabinete a tierra zuliana a 'reprender' al presidente del estado.

No encaja dentro de la índole de esta sección el análisis de lo político. Es esa materia extraña a los marcos dentro de los cuales nos movemos. Pero no podemos dejar de observar lo absurdo de esa tesis, por cuanto el Ministerio del Trabajo no tiene jurisdicción sobre la política interna del país y porque los antecedentes del titular de esa Cartera no lo revelan como candidato posible a una misión de tal índole reaccionaria.

Lo más lógico y razonable es relacionar ese viaje del Ministro del Trabajo con las numerosas denuncias llovidas sobre su despacho, y dirigidas a él por los sindicatos petroleros, sobre violaciones por las compañías de la Ley del Trabajo. Y precisando aún más, podría presumirse que el doctor Cuenca ha viajado al Canaán del petróleo -como califican al Zulia los felices usufructuarios extranjeros de su riquísimo subsuelo- debido a la tensa discusión existente entre empresas aceiteras y trabajadores a su servicio sobre el reparto de utilidades.

En este sentido, es de reconocer -y haciendo justicia, lo reconocemos que el doctor Cuenca a librado la tesis del reparto de utilidades de la lápida que pesaba sobre ellos.

Esa ventaja para el trabajador nacional fue garantizada, en una forma genérica y como cuestión de principios, por la Carta Política promulgada en 1936. En el aparte último del inciso 8 del artículo 32, se dijo: 'La nación favorecerá un régimen de participación de los empleados y trabajadores en los beneficios de las empresas, y fomentará el ahorro entre los mismos.'

En la Ley del Trabajo, votada posteriormente a la Constitución por el mismo Congreso del 36, se precisó esa ventaja legal para los trabajadores en el artículo 63, cuyo texto es el siguiente: 'Los empleados y obreros tendrán una participación en las utilidades líquidas de las empresas o establecimientos a los cuales presten sus servicios, conforme al sistema y en la proporción que sean establecidos por el Ejecutivo Federal, previa consulta a las comisiones que al efecto se designen. El Ejecutivo Federal fijará el límite máximo del tanto por ciento de esta participación, la cual no podrá exceder, en ningún caso, anualmente, de una cantidad que represente más del sueldo o salario de dos meses para los empleados u obreros de las grandes empresas, o establecimientos, ni de un mes para los empleados .u obreros de las pequeñas empresas o establecimientos.'

Esta disposición progresista se había quedado en el papel. La Ley del Trabajo no se reglamentó durante tres años. Las Comisiones Consultivas en ella previstas para fijar el por ciento de utilidades a distribuir, brillaron por su ausencia. Ningún eco tenía entre las autoridades del trabajo los insistentes reclamos de las organizaciones sindicales para que se reglamentara la Ley del Trabajo y se le diera vigencia, junto a otras disposiciones igualmente favorables al trabajador, a su artículo 63.

Es más: en el nunca bien combatido Código del Trabajo, presentado por el Ministerio del ramo a las Cámaras de 1938, y prudentemente archivado por éstas, desaparecía el reparto de utilidades. Venía a substituido, como sucedáneo inaceptable, la llamada 'prima de antigüedad'. Esta prima, con otro nombre y presentada bajo más sugestivo ropaje, venía a ser ese 'aguinaldo' misericordioso -de dádiva, que no de obligación- acostumbrado por algunos establecimientos bancarios, industriales y comerciales de Caracas. No contentos los incubadores de ese engendro inaceptable, que fue el fracasado Código del Trabajo, con haber substituido el reparto de utilidades por la prima de antigüedad, pretendieron dar le a su tesis visos de acontecimiento internacional. Tenemos entendido que el delegado Álamo Ibarra, representante gubernamental a la Conferencia Internacional del Trabajo -celebrada en Ginebra en julio de 1938- mocionó para que se reconocieran las excelencias de la prima de antigüedad. Y cuentan las crónicas que un Delegado patronal hizo presente su extrañeza ante esa moción, recordando que todos los países le están dando impulsos a los seguros sociales, y relegando, al museo de las inepcias definitivamente archivadas, a la prima de antigüedad.

El Ministro Cuenca, que parece animado de intención progresista, no olvidó la experiencia de Ginebra. Hizo a un lado el proyecto de Código del Trabajo. Impulsó el nombramiento de las Juntas Consultivas, previstas en el artículo 63 de la Ley del Trabajo para fijar el quantum de utilidades a repartir. Y, por último, aceleró la reglamentación de la Ley del Trabajo.

Esta Reglamentación -sobre la cual expondremos un juicio de conjunto, al estudiarla al detalle- establece que el Ejecutivo, después de oír los informes de las Juntas Consultivas, fijará la proporción en que participen anualmente empleados y obreros en las utilidades de las empresas donde prestan sus servicios.

Hemos hecho este rápido esbozo de la trayectoria seguida por el reparto de utilidades, en la legislación obrera venezolana y en la realidad de nuestra vida administrativa, como marco y complemento de cuanto expusimos en nuestro artículo de ayer. Recordamos, a este respecto, nuestra afirmación de que las compañías petroleras tendrían que desembolsar anualmente no menos de 25.000.000 bolívares, de aplicarse con honestidad lo dispuesto en el artículo 63 de la Ley del Trabajo.

La rebeldía de las empresas. puede muy bien ser la causa del viaje al Zulia del joven Ministro del Trabajo. Y de él dependerá entonces, de su energía y firmeza, regresar de las tierras petrolíferas de Occidente con un fracaso más para el Estado y para el pueblo venezolano en sus maletas de viajero; o con la seguridad de que los 25.000.000 bolívares van a ser inyectados anualmente a la empobrecida economía venezolana, elevándose con ellos, automáticamente, el nivel de vida del pueblo consumidor y la situación comercial de empresas e industrias nacionales de todo orden.

El doctor Cuenca puede tener, de antemano, la seguridad absoluta de que toda la Venezuela trabajadora y nacionalista lo respaldará, si se decide a hacerle saber a las compañías extranjeras que las leyes venezolanas no se promulgan para que ellas las violen sino para que las cumplan.