Autor: Velásquez, Ramón J.
Título: Ignacio Luis Arcaya. La opinión de URD
Fecha de publicación: 00-08-1952
Publicación: Signo


IGNACIO LUIS ARCAYA. LA OPINIÓN DE URD

La teoría del hombre común

Los estrategas políticos del partido demócrata americano creen haber descubierto el secreto de sus mayorías y las razones íntimas de su sostenida victoria electoral. Los republicanos, dueños de las cadenas de prensa, todas las mañanas tratan de uniformar el pensamiento y de orientar los pasos del hombre de la calle. Exhiben razones y documentos para demostrar la incapacidad, la lenidad y la corrupción de las administraciones demócratas, escogen como rivales a los más pulcros, aseados y brillantes personajes del alto mundo militar, político y social, quienes en la mayoría de los casos fabrican unos programas de gobierno de muy atenuado conservatismo y que aun casi podrían llamarse socialistas y, sin embargo, a la hora de la decisión popular en las urnas, la gran masa americana toma su propio rumbo, dejando a un lado el consejo de los sabios editorialistas de las cadenas McCormick y Herat, votan por un personaje más sencillo, menos brillante que aquellos que sometió a su consideración la gente republicana. Dicen los demócratas que la razón estriba en la calidad humana de los políticos que escogen para dar la gran pelea de la opinión. El ciudadano corriente no quiere personalidades ofuscantes ni caudillos mesiánicos. Y a un Dewey, atildadísimo en sus maneras, pulcrísimo en sus ropas, cuidadosísimo de su pronunciación, prefirieron a Truman, incorrecto, lenguaraz, vendedor de camisas, capaz de insultar desde la tribuna a un crítico de música, deseándole que se le perfore de úlceras el estómago y muy dispuesto a mostrar con desenfado y arrogancia sus camisas de pájaros y flores, en las playas de Florida. Dentro de la vida democrática el ciudadano quiere verse reflejado en sus virtudes y en sus vicios, en el líder y en el mandatario. Se contenta con ver que quien va a asumir su representación es un hombre que comete desatinos y aciertos, injusticias y actos de nobleza y que por lo tanto puede entender mejor cómo siente, piensa y actúa el anónimo, innumerable hombre común.

Ignacio Luis Arcaya que es oligarca por ascendencia y formación, ha vivido empeñado desde mucho tiempo antes de emprender su aventura de político, en evitar que se le deforme el contorno de la realidad criolla. Ha tenido como empeño terco, de entender al país en funciones de los sentimientos estables, de las actitudes permanentes de sus hombres. Tiene toda una teoría acerca de Venezuela y su destino. En sus monólogos animados y llenos de anécdotas, Arcaya afirma que Miranda definió el proceso de la vida venezolana, la filosofía de su política, al mismo tiempo que dio la explicación de su propio fracaso y del fracaso posterior de los políticos parecidos al girondino, cuando en la noche triste de La Guaira repitió desconcertado y confuso la palabra: "Bochinche, bochinche, bochinche". Arcaya explica diciendo que aquel bochinche del Generalísimo no era sino el pueblo de Venezuela ya en acción, las multitudes mestizas exponiendo su ley. Al hombre que se formó y vivió las mejores horas de su existencia en medios limados y pulidos, por siglos de luchas y que aprendió a la perfección el arte de la guerra en los mejores libros, para luego practicarlo observando todas las reglas, lo quemaba esta lava hirviente. Detrás de él, sí vino quien traducía este lenguaje, o mejor quien lo poseía, porque era parte de ese todo y hablaba a las pasiones y a los sentimientos de los criollos estimulando en cada uno su sueño, elevando en cada hombre su ambición, tejiendo el hilo de las pasiones y de los sentimientos que forman las redes de la psicología criolla. Afirma Arcaya que en política, quien además de tener muy definidos y nítidos los propósitos de acción, no sabe tejer estos hilos y toma demasiado en serio alturas transitorias, se ahoga fatalmente en este río crecido que es Venezuela.

Vida y pasión de una provincia

La antigua provincia de Coro es una tierra de contrastes. Junto a grandes extensiones sedientas, de terronales desolados y malditos, las sierras verdes, pobladas de torrenteras y riachuelos. Este violento contraste físico se refleja en la conformación espiritual de sus habitantes. Para el resto del país, el coriano (el falconiano) es el soldado por excelencia, el hombre de las grandes jornadas, resistente al hambre y al frío, dueño de un valor silencioso, leal hasta la exageración. "Como soldado coriano" es una frase que expresa este conjunto de verdades. No es un hombre de instintos perversos, pero su pecado es su valor. En pocas regiones de Venezuela, existe mayor belicosidad, mayor emotividad en el diario comercio de la vida. El coriano sabe manejar su revólver en estos pacíficos tiempos venezolanos con la misma destreza que en los lejanos tiempos de León Colina y José Gregorio Riera. "Pelean casi por deporte. Es cuestión de apuesta, de altivez, de ocasiones, de copas. No es lucha sórdida. No los deslumbra el dinero. El crimen es menos vulgar que en otras partes".

Todas las revoluciones han tenido allí caudillos y soldados. Desde la aventura de José Leonardo Chirinos, de 1795 en adelante, la guerra fue el deporte, la ocupación, el sueño de aquella gente. La tierra es pobre, no existen grandes riquezas, los poderosos viven una vida muy modesta y la mayor parte del tiempo transcurre en sus propiedades campesinas. No existen abismos entre las clases sociales y la bastardía no es problema, ni pecado. Las familias crecen y forman poderosas clases locales. Cuando la opinión o la pasión política los divide y llega la hora de la lucha, cada cual toma su rumbo para hacer frente al compromiso contraído y volver luego, si la muerte lo ha respetado, a la mesa común.

Hasta bien avanzado este siglo, el prestigio de Arístides Tellería y de Gregorio Riera pesaba en la balanza de los negocios políticos nacionales. El gobierno de Caracas aseguraba el control de aquella zona occidental pactando, haciendo alianza con alguno de ellos. Ellos a su vez formalizaban alianza con los generales y coroneles que comandando guerrillas formaban la extensa red de este aparato feudal militar. Eran verdaderos condottieros. Tenían sus propios ejércitos y su simpatía o aversión por una causa o un personaje, determinaba su posición definitiva. El viejo León Colina fue uno de los grandes tenientes de Juan Crisóstomo Falcón. Era el caudillo máximo de la región. Sin embargo su alianza nacional con Guzmán Blanco, personalidad mal querida en las tierras corianas y de quien Colina habrá sido enemigo, le enajenó durante años la voluntad de los caudillos menores.

El viejo Riera había comenzado a pelear en el año de 1839, en 1849 acompañó a Páez en su intentona revolucionaria. En 1899, cuando la provincia se movió en armas ante las noticias del avance hacia Caracas de la Revolución Restauradora, su hijo Gregorio representaba el gobierno de Andrade, Diego Colina amenaza la ciudad, el Gobernador Riera sale a combatirlo y el octogenario caudillo quien vive retirado en su casa, oye las descargas. Su espaldero es otro octogenario. Manda a ensillar el caballo y sale con su asistente para el campo de batalla. Se bate en las primeras filas y a poco recibe un balazo en el pecho. La revolución es derrotada. En la noche, el herido comenta: "No podía quedarme en casa en momentos en que mi hijo estaba en peligro. Debía volar a su lado y serle útil, porque algunos oficiales flaqueaban y yo los conduje donde era menester".

El General Diego Colina era el caudillo de la sierra. Era un roble negro. Leyenda de brujería rodeaba su nombre. Había comenzado como soldado anónimo en la hora federal y odiaba con pasión mortal "a los godos" y a "los tiranos". Tenía pacto con el diablo, pero lo protegía la Virgen, afirmaban en los ranchos de la sierra y cuando se quitaba la franela, sobre su negro pecho velludo, brillaba una constelación de medallas benditas.
Ramón Castillo García, Angel Evaristo Tellería, Juan Borregales, Miguel Castillo García, Felipe Franco, Pilar Medina son entre decenas, otros tantos nombres de corianos consagrados al riesgo de la guerra. Cada colina, cada valle de esta tierra recuerda una acción guerrera. La Vela, Coduto, Mataruca, El Guay, Caujarao, Hueques, Dabajuro, son nombres de otros tantos sangrientos lances.

Pero el halo de la leyenda bélica ha impedido ver otras virtudes del pueblo coriano, como su apego a la tierra, su elevación espiritual y su vocación artística. Uno de los venezolanos que menos emigra es el coriano. Por generaciones enteras viven sembrados en aquel paisaje sediento y cuando la vida los lleva fuera de las lindes de su región nativa, viven orgullosos pregonando las excelencias de su patria chica y atados al recuerdo de sus leyendas. Su elevación espiritual los llevó a fabricar en horas de aislamiento total, de enclaustramiento de la provincia, una cultura brillante en todas sus manifestaciones. Resultará interesante cuando se escriba una verdadera historia de la cultura venezolana y no una historia de los escritores y artistas que viven en Caracas, ver cómo se pone de manifiesto la obra realizada en lejanos tiempos por artistas, músicos, poetas, historiadores, novelistas y maestros de la provincia, sin medios ni estímulos, Cómo se vivía la empresa de la cultura en una Venezuela sin carreteras y sin luz eléctrica.

Unos oligarcas de provincia

Los Arcaya vinieron a establecerse en tierras de Coro a fines del siglo XVII. El primero, un Ignacio Luis Arcaya, llega como peregrino y se queda para siempre en costa firme. Por alianzas familiares comienza a integrar un patrimonio que ya a fines de la Colonia, alcanza a 200.000 hectáreas de terrenos, en su mayor parte, yermos. Su nieto Mariano ya es el señor de Cardón, Cayude, Acaboa, Hueques, Siburúa, San Andrés, Pedregal y San José de Arcaya. Como terratenientes son los directores de la ciudad y de la provincia. Tienen figuración constante en el gobierno colonial. En un momento de la vida municipal, cinco hermanos son los cinco miembros del Ayuntamiento. Coro es fanáticamente realista. La minoría republicana la dirige Mariano Arcaya, quien el año 1821 asume el cargo de primer Alcalde republicano. Su hijo, Camilo Arcaya Chirino es poeta y escritor. En "Armonía Literaria" la famosa publicación del Coro intelectual de fines del siglo XIX publica notas acerca de sucesos de la historia local. De vez en cuando se decide a redactar cartas de intención política en las cuales critica las obras y los errores de los caudillos que en Caracas ejercen la Presidencia. Pasa la mayor parte del tiempo platicando con los vecinos, es el oráculo del pueblo. Su esposa doña Ignacia Madriz, asegura la prosperidad de la hacienda familiar, dirigiendo las haciendas y discutiendo de precios y cosechas. Hijos del escéptico y contemplativo don Camilo Arcaya Chirino son Pedro Manuel y Camilo Arcaya Madriz. Ambos han de alcanzar, títulos universitarios. El uno será ahogado. Médico el otro.

El doctor en ciencias políticas (Pedro Manuel) regresa a su provincia y empieza a publicar sus ensayos sobre sociología venezolana. "El Cojo Ilustrado" los acoge en sus páginas consagratorias. Llama la atención la erudición del provinciano, su información universal y recientísima, la novedad de sus tesis, su dialéctica. La figura de Páez, el problema de las clases sociales en la Colonia, la insurrección de los negros de la serranía de Coro, los factores iniciales de la evolución política de Venezuela son algunos de los temas que aborda. Junto con Gil Fortoul y Laureano Vallenilla Lanz, se constituye en el abanderado de una tesis sociológica que pretende haber encontrado en el gobierno del hombre fuerte, del providencial, la fórmula perfecta para la dirección de las sociedades americanas. Reaccionaban en sus enjuiciamientos históricos contra la actitud romántica y anticientífica de los anteriores historiadores venezolanos. Trataban de realizar el primer intento serio, el primer planteamiento científico del proceso histórico venezolano, pero establecían conclusiones pesimistas y definitivas que cerraban toda posibilidad de cambio en las jóvenes repúblicas hispanoamericanas. La reciente actuación de este importante grupo de la inteligencia venezolana: Arcaya (ministro, embajador, legislador); Gil Fortoul (presidente, ministro, embajador, legislador); Vallenilla (embajador y periodista de la dictadura), impide un juicio desapasionado, definitivo, sobre aquellas obras. Pero es de señalar su obra de "transformar nuestra Historiografía de romántica en positivista, pues ello significó un gran paso de avance en la evolución intelectual del país".

Como su padre don Camilo Arcaya Chirino, el doctor Camilo Arcaya Madriz fue un hombre temperamentalmente reposado, muy hecho para el ejercicio de su profesión. A comienzos del siglo, casó en Coro con Conchita Rivero Perera, emparentada de manera muy cercana con el grupo caroreño de los Perera. Hijos de este matrimonio fueron Ignacio Luis y Camilo Alberto Arcaya Rivero.

Las primeras escenas

En Coro tiene un colegio privado el bachiller Curiel Coutihno. Es el maestro de muchas generaciones. Toda la ciudad lo respeta y va en consulta hasta su casa, que es escuela perpetua. La ciudad fanática, de un catolicismo español, casi inquisidor, perdona y calla ante el gesto descreído del maestro, en gracias a sus virtudes y a sus obras. Hasta Curiel Coutihno, en libros, revistas y conversaciones llegó el viento de fronda que a fines del siglo desataron sobre los claustros de la universidad caraqueña Ernst y Villavicencio. El también era un fanático del positivismo y creía en la virtud maravillosa del progreso. Esa palabra en sus labios tenía dimensiones de divinidad. Al propio tiempo era masón. Porque su mundo ideal era un universo de paz, confraternidad y filantropía. La mayoría de los muchachos corianos que para el año de 1921 tenían ocho años empezaron allí el aprendizaje escolar. La escena del maestro escéptico en la ciudad creyente se repetía luego en el Colegio Federal, cuya dirección estaba en manos de Antonio Smith, quien además de ser soldado del positivismo y médico, es un poeta de musical entonación, que trabaja sus versos con apasionado esmero. Allí llega a los once años, a cursar los últimos de la escuela primaria superior, Ignacio Luis Arcaya. Forman en el mismo grupo un conjunto de muchachos que años más tarde van a tener significativa figuración en diversos campos. Entre otros, Julio Diez, Tobías Lasser, Jesús Diez, Pedro Curiel Ramírez, Ángel Graterol Tellería, Ramón Pulgar, Arteaga Castro y Ángel Márquez. En el colegio, el gran tema de las conversaciones en recreos y salidas son las aventuras de Rafael Simón Urbina. Hace nueve años que está alzado en la Sierra. De pronto la ciudad se conmueve con la noticia de su vecindad o con el relato del nocturno asalto a machete que dio a las avanzadas del Gobierno. Pero a mediados del año de 1925 ocurre en Coro un acontecimiento que moviliza a las fervientes multitudes de toda la provincia. Llega el primer obispo, Lucas Guillermo Castillo. Lo acompaña como Secretario de Cámara el sacerdote Jesús María Pellín. La entrada del obispo a la ciudad mariana ocupa y desvela la atención de todos. El prelado avanza revestido de púrpura, entre repiques, música y cohetes. Es la pascua de la feligresía. En una iglesia iluminada, el obispo, revestido con todos sus parlamentos entona el Te Deum. El ladino caudillo provinciano que desde hace años representa allí la voluntad de Gómez, inclina la cabeza envuelta en nubes de incienso. Librepensadores y creyentes están mirando el novedoso espectáculo. Es el homenaje y la señal de acatamiento de todas las potestades terrenas. Los muchachos del colegio, que ocupan un sitio entre las congregaciones y asociaciones asistentes al largo ceremonial, se impresionan con el brillo poderoso de aquel príncipe. Todos sueñan ser los actores de drama igual. Llegar a sus pueblos precedidos por el júbilo de las campanas; repartiendo la bendición con una mano que brilla por los reflejos de la amatista episcopal. Ignacio Luis y Julio Diez, a poco son escribientes de la curia y los más importantes monaguillos en el nuevo régimen de la iglesia coriana. Como ayudante mayor y jefe inmediato de los afortunados escolares está el seminarista Juancho Fernández. Pero en 1923 llega a Coro la noticia de que en Caracas han fundado los jesuitas un colegio. La madre de Ignacio no piensa dos veces la decisión a tomar. Los jesuitas son personajes de leyenda en todo el universo. La Sociedad de Jesús, según el decir de la gente, tiene acciones en "todas las obras buenas y malas que se realizan lo mismo en Bélgica que en el Paraguay. Poderes diabólicos les asignan a los soldados de Ignacio de Loyola. El jesuita tiene secretos para despertar las dormidas inteligencias y sembrar ambiciones en espíritus inertes. Esa es la leyenda. La oligarquía capitalina que no quiere enviar a sus hijos a las desamparadas escuelas oficiales ya no tiene como urgente el problema de la educación. Los oligarcas de provincia sueñan con mandar los suyos al nuevo colegio establecido en un caserón de la esquina de Mijares. En el comienzo, la empresa es modesta, casi pobre. Cuatro sacerdotes vascos y un bachiller venezolano, que repite lecciones de Geografía e Historia patrias. El curso al cual ingresa Ignacio Luis Arcaya está formado por Julio Diez, Santiago Pérez Pérez, Gerardo Sansón, Martín Pérez Guevara, Antonio R. Gutiérrez, Carlos Antonio Punceles, Ciro Urdaneta Carrillo, Leopoldo Márquez, Víctor Montoya y Carlos Parisca. Del primer curso han sido entre otros, Pérez Alfonzo y Manuel Reyna. En los cursos inferiores se han inscrito Rafael Caldera, Luis Emilio Gómez Ruiz y Melchor Monteverde Basalo. Todas las mañanas, antes de comenzar la clase, se oye misa; en el sopor del mediodía, se reza el rosario. Los padres también atienden al desarrollo físico de los alumnos: se juega fútbol y se practican largas caminatas por las pendientes del Ávila. Los muchachos del segundo curso tienen un periódico escrito a mano que se llama "Zambomba". Es una sátira cordial de los sucesos diarios del colegio. Cuando el rector descubre la empresa clandestina, la tempestad amenaza con barrer a todos los culpables, pero ante la perspectiva de tener que cerrar el año por ausencia de alumnos, las autoridades ceden por el momento.

En julio de 1927, Ignacio Luis Arcaya termina su curso de bachillerato. Tiene quince años de edad. Como en ese tiempo los cursos universitarios sólo se abren cada dos años tendrá que esperar hasta 1928 para comenzar su carrera de Derecho.
En septiembre de 1928, Ignacio Luis y sus compañeros del "San Ignacio" ingresan a la universidad. En febrero y abril del mismo año han ocurrido los grandes sucesos políticos que amenazan la estabilidad de la dictadura y que comenzaron con un carnaval estudiantil para terminar con alzamientos en el interior, amenazas de invasión, sublevación de tropas y asalto a los cuarteles. El nuevo rector se define a sí mismo como "el Jefe Civil de la Universidad". Sin embargo, a comienzos del año 29 se reconstituyen los centros estudiantiles. A poco regresan los estudiantes que han estado purgando su gesto en las cárceles y en las carreteras. Las sesiones del Centro de Estudiantes de Derecho son escépticamente violentas como que quienes integran la sociedad han de ser hombres de polémica. Hay dos bandos: izquierdas y derechas. En las izquierdas figuran la mayoría de quienes han ido a prisiones y son sus dirigentes principales Juan Bautista Fuenmayor, Francisco (Kotepa) Delgado, Manuel José Arreaza, Gabriel Ángel Lovera, Ángel J. Márquez, Rodolfo Quintero. En las filas dirigentes de la derecha están Félix Soublette Saluzzo, quien había ido a penales; Martín Pérez Guevara, Luis B. Prieto F., Ignacio Luis Arcaya, Julio César Morón, Pablo Ruggieri Parra, entre otros. Ignacio Arcaya es agresivo en sus intervenciones. Rodolfo Quintero, especialmente violento e intransigente. Félix Soublette Saluzzo exhibía sus habilidades de diplomático.

Los años comprendidos entre 1930 y 1935 son de una tranquilidad enervante y mentirosa. En los primeros meses del año 31 se detiene a un grupo de universitarios y liceistas (Delgado, Mayobre, Fuenmayor, Márquez) acusados por el Prefecto Sayago de estar fundando, en unión de Aurelio Fourtoul, el Partido Comunista de Venezuela. Después, nada. Clases y exámenes. Caracciolo Parra es el terror por su severidad. En estos años, Arcaya se ha hecho cronista deportivo y publica sus crónicas diarias en "La Religión" que ya dirige Monseñor Pellín, y en "El Sol" cuya actividad orienta Marco Aurelio Rodríguez, bajo el pseudónimo de "Chindes vinto", que se hizo popular. En septiembre de 1934 se gradúa Arcaya de abogado. Por lo pronto, las perspectivas profesionales no son buenas. La vida se torna difícil. Las actividades languidecen, tal como si el país hubiera sufrido una parálisis. El nuevo abogado sigue muy atento en su papel de apasionado futbolista, de cronista deportivo y ahora de representante oficial del "Deportivo Venezuela", famoso equipo del año 34. Se organiza una gira a Trinidad, allí van a probar la calidad del fútbol venezolano frente a veteranos de las canchas. En Trinidad reanuda su amistad con Jóvito Villalba y Miguel Otero Silva que están allí como refugiados políticos y en espera de noticias acerca de los planes que en Barranquilla está adelantando un Comité Revolucionario, Salvador de la Plaza, es para las autoridades coloniales y para los agentes del gobierno venezolano, el doctor Paredes. Otero Silva escribe crónicas deportivas y es locutor de todos los eventos deportivos. Ignacio Luis en los días de permanencia en la isla también escribe crónicas deportivas y relata historias políticas que los exiliados oyen con profundo interés. Se acerca diciembre de 1935.

Veinticinco años después

En diciembre de 1935 se reúne el último Congreso de Gómez. Van a elegir al sucesor legal del Dictador. Faltaban cuatro meses para la terminación de su período cuando sobrevino su muerte. En el estrado de la presidencia del Senado se levanta para pronunciar el discurso de apertura de las cámaras un viejo caudillo coriano, el General Arístides Tellería. Aquella escena le recordaría otra igual ocurrida en aquel mismo sitio del Capitolio, un día del año de 1909, cuando con el mismo rango de Presidente del Senado, le había tocado abrir las sesiones del último Congreso de Castro, quien iba a dar el espaldarazo legal al golpe de estado de diciembre de 1908. Durante los cinco lustros transcurridos entre estos dos congresos, Tellería había tenido tiempo para figurar como primer factor de la reacción anticastrista, luego como Ministro y Presidente de Estado para ir luego, por sus gestos oposicionistas, al destierro y a la conspiración. Pasó años en New York, Ottawa, La Habana y París, tratando de juntar voluntades anárquicas y de encontrar recursos imposibles para realizar la empresa contra Gómez. El dictador estaba informado por sus agentes acerca de las miserias íntimas de la oposición en el destierro. Un día lo visita a Maracay un hermano de Tellería, comerciante, ajeno a toda clase de empresas políticas. Gómez lo ve y le dice: "¿Cuándo viene el general Telleria? La pregunta sorprende al hombre, quien pronto la comunica a su hermano, quien lleva veinte años en el destierro. Este interpreta la pregunta como una invitación a regresar a la patria y vuelve. Cuando Gómez lo ve, le dice: "A usted lo trataron antes injustamente. Ahora va a estar garantizado". Y está garantizado, pero no vuelve a figurar. En las listas del último Congreso lo incluyen como Senador por el Estado Portuguesa. Allí lo sorprende el penúltimo acto del drama gomecista: la muerte del dictador, y va a presidir el Senado.

De París, de Panamá, de New York, del vecino Curaçao, del cálido Cúcuta, empiezan a llegar generales y doctores, quienes para no caer aplastados por el alud gomecista, corrieron a esconderse tras los contrafuertes de las fronteras. Ahora volvían y el Presidente López se empeñaba en brindarles la primera pieza del baile. En el Gabinete y en las Presidencias de Estado se volvían a repetir nombres de 1908 y 1914. Al General Tellería lo nombraron Presidente del Estado Falcón. Ignacio Luis, graduado ya de doctor en ciencias políticas, es abogado sin clientela y joven curioso por mirar de cerca eso que se llama un prestigio caudillesco. La tentación toca a sus puertas por boca de Tellería, cuando éste lo invita a ir a Coro. El viejo general viaja a bordo del "Mariscal Sucre". El novel abogado hará las funciones de Secretario del Presidente. Los primeros días en Coro son de emociones continuadas. Gente de la Sierra y de Paraguaná vienen a saludar al sucesor de León Jurado. Ellos no piden puestos, ni ayuda, simplemente quieren que el Presidente sepa que están a la orden. Pasados aquellos momentos de inquietud, curiosidad y alegría, Coro vuelve a su modorra habitual. La cal de las blancas paredes brilla al sol del mediodía con reflejos que hieren la vista. Bajo un ciclo purísimo, la vieja ciudad de inmensos caserones, acogedores claustros y penumbrosas alcobas, es una invitación a la vida simple, ajena al tormento de las vanidades. Muy temprano para renunciar a los bienes terrenales, dice el joven jurista y abandonando el cargo regresa a la capital que vibraba y ardía bajo el excitante de la pasión política. Su tío, el jurista Pedro Manuel Arcaya, principal Ministro de la dictadura había cometido una grave falta, según el decir de los entendidos en política, pues desde Washington había quebrado lanzas en favor del tirano muerto. A poco el Procurador General de la Nación concurre ante el Juez Lander Gallegos demandando al ex Ministro de Relaciones Interiores por la suma de Bs. 135.000.000, monto de las partidas pagadas haciendo uso del Capítulo Séptimo. Es el gran suceso político y jurídico de la hora. Todos lo comentan y lo siguen con interés. Es el momento de su mayor impopularidad, de su desgracia política. El demandado escribe largos alegatos, publica libros en los cuales aparecen nombres de beneficiados con tales órdenes. La revelación de estas cosas apaga un poco el inicial interés de muchos. Acompañando al caído y atacado Ministro está su sobrino Ignacio Luis Arcaya, asistiendo a estrados.

Abogado de éxito

Después de su experiencia de Coro, primero y único cargo público que ha ejercido y de su presencia en la polémica juridico-politica de su tío con el doctor Abreu, Ignacio Luis se dedicó con empeño a ganarse el pan trabajando. En unión de Martín Pérez Guevara y Antonio R. Gutiérrez, empezó a ejercer su profesión y a lograr clientela y dinero. En seis años de ejercicio constante y hábil de la ciencia del derecho se construyó una posición profesional y económica. En tres ocasiones consecutivas ha sido Presidente del Colegio de Abogados del Distrito Federal y delegado a reuniones jurídicas internacionales.

Andando y desandando el camino

El tiempo venezolano que comienza en el mediodía del 18 de octubre de 1945 es tumultuoso, caótico, podría decirse genésico. El país entra a vivir violentamente la emoción de la política. Todo se vuelca. Sufren agrietamientos y conmociones los cimientos y las cúpulas de los edificios administrativos y burocráticos construidos con paciencia a lo largo de cincuenta años. Suenan nuevos apellidos y nuevos nombres. Nombres que vienen a construir su propia tradición. En el tumulto perenne, se insultan y dividen quienes deben estar unidos, y se junta gente que debía estar irremediablemente distanciada. Se delibera como en cabildo abierto. Cada quien se siente con ánimo y valor para hacer críticas y fabricar censuras, seguros todos de poder hacerlo. En la barahúnda no hay tiempo para examinar dos veces un mismo problema, ni de dictar decisiones sabias, justas y perfectas. Afloran al plano de la política las nuevas clases sociales que la industria del petróleo ha fabricado a lo largo de los veinticinco años anteriores. La gente tiene que abandonar siquiera por un momento, las bolas, el dominó o la raqueta para pensar y opinar sobre los problemas, que dentro de un clima febril se están resolviendo. El venezolano se ve obligado a integrar su capacidad de trabajo, sus sueños, sus ambiciones personales, sus ideales, dentro de la organización superior del partido político. Y hay socialdemócratas y socialcristianos, liberales y comunistas, socialistas e independientes. Por los días finales del 45, Jóvito Villalba, tribuno de jornadas inolvidables, decide fundar Unión Republicana Democrática, partido que define como liberal y democrático. Se coloca en la oposición y propone la formación de un gobierno de concentración nacional. Para asegurar las conquistas logradas, dice, es necesario que en el gobierno estén representados vastos sectores políticos, sociales y económicos interesados en el desarrollo y consolidación de las instituciones democráticas. Elías Toro, Isaac Pardo, Humberto Bártoli, Alfredo Tarre, Raúl Díaz están allí. También Ignacio Luis Arcaya, decidido a probar su capacidad para la lucha. Las campañas electorales para elegir constituyentistas primero y luego congresistas, las concentraciones públicas, las polémicas periodísticas, eran campo de ensayo y valoración de las cualidades políticas. Arcaya escribía ataques y réplicas, fabricaba artículos que otros firmaban y hablaba en donde era necesario. Hablaba con agresividad, con vehemencia, haciendo aseveraciones inverosímiles en un tono de voz que le comunicaba seriedad y trascendencia de cosa veraz y grave al infundio.
Pero esta etapa fue engañosa. Muchos apasionados voceros silenciaron sus trompetas a las primeras de cambio. En muchos era novelería, diletantismo. Otros renegaron públicamente de sus obras. Los días iban borrando muchos mitos. Arcaya no quiso regresarse y hoy es Presidente de URD y factor muy activo e importante en la lucha diaria.

Estampa

Ignacio Luis Arcaya, casado con Antonieta Smith, hija del poeta y médico falconiano Antonio Smith, padre de 3 hijos: Ignacio, Rodrigo y Antonieta; bordea ahora los 40 años, pero es un hombre eminentemente juvenil, de buenas maneras sociales, con voz de tribuno y rica conversación cargada de intencionadas anécdotas, de oportunas citas históricas y de despiadados apuntes acerca de los personajes de la política, la sociedad y la economía. Si Arcaya dictara alguna vez a su secretaria estos retratos críticos acerca de la realidad de la vida venezolana, o si usando los aparatos grabadores de "Otacca" salvara de olvido sus crónicas verbales, al releerlas se abismaría de sus blasfemias o se dedicaría a escribir un libro sobre la vida social, económica y política del país con el fin de que se guardara en las bóvedas de algún banco y se publicara cincuenta años después de su muerte y de la muerte del último de sus contemporáneos. La crónica tendría la fuerza y el sincero escepticismo de un libro de la picaresca, en el cual el primer herido con los agudos venablos irónicos sería el propio autor. Quienes lo conocen de cerca le señalan como gran defecto el que no sea un hombre práctico, ni pragmático y que siempre pierda la cosecha de las grandes oportunidades, que sus vinculaciones le deparan, con sincera seguridad se mueve en los más diversos y múltiples círculos. Su actividad es un tanto desordenada, pero si lo quisiera, si se impusiera un método de trabajo sostenido podría llegar a ser un brillante autor de derecho o un afortunado capitán de las finanzas. Su cabeza y sus manos han creado dos leyendas distintas acerca de su personalidad. La forma levantada como acostumbra llevar su gran cabeza de coriano la han traducido muchos como gesto de arrogancia y desdén. El cuento de las manos es el reverso. Siempre lo acompaña un temblor en ellas. Y hace pocos años, con ocasión de un exilio, Arcaya encontró en una Antilla a un funcionario consular venezolano. A poco cordializaron, el hombre lo invitó a unas copas; Arcaya tomó la suya y siguió hablando. Horas más tarde el funcionario le decía a un amigo: "Hoy estuvo aquí Arcaya y anda tan apocado que estaba temblando mientras conversaba conmigo". Habla en voz alta con muy clara dicción y siente placer cuando se le brinda oportunidad para pronunciar un discurso en asambleas o en directorios, pero a poco está comentando en voz baja, entre humorista y serio sus propios gestos y los efectos logrados. Vive muy preocupado de los dichos del hombre de la calle. De lo que él llama el diarismo verbal, que tanto abunda ahora en Venezuela. Afirma que allí está el mejor termómetro de la situación real del país. Un día afirmaba que él tenía el índice real de sus acciones en cierto mundo, fijándose con cuidado en las variaciones de gestos y saludos que adopta cierto hombre a quien desde hace diez años se encuentra todas las mañanas en su camino. En tiempo sereno, sin rumores, ni sorpresas, el hombre le dice: "Buenos días, mi doctor", pero cuando la atmósfera está cargada y las nubes tempestuosas coronan la cabeza del abogado, el hombrecito pasa mirando las vitrinas de las sastrerías o si el encuentro hace inevitable el saludo, le dice en voz alta y con gesto desdeñoso: "Adiós Arcaya". Cuando las bolas de la calle hablan de cambios y reajustes y en alguna de las numerosas y fantásticas combinaciones se apunta el nombre de Arcaya, como elegido para altos destinos, el hombre, con la cara sonriente se adelanta y le dice: "Buenos días, jefe. Usted sabe que siempre estamos a su orden". Para volver muy pronto al ceño adusto y al "Adiós, Arcaya". En estos días lo vio clavado, sembrado frente a una vidriera que por casualidad estaba vacía. Pero hay otro personaje criollo y reidor, apunta Arcaya, que en todas las oportunidades lo saluda, y nunca varía en gestos, ni en palabras. El otro día pudo Arcaya hablar con él y el hombre le dijo: "Yo lo saludo porque ahora en Venezuela hay que saludar a todo el mundo".

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