Autor: Velásquez, Ramón J.
Título: Manuel Mario Montañez. El prisionero imaginario
Fecha de publicación: 11-06-1955
Publicación: Elite


Manuel Mario Montañez. El prisionero imaginario

Las razones de Guzmán Blanco y las razones de Crespo.

Desde 1886, el General Joaquín Crespo deseaba volver a la Presidencia de la República. La corta oportunidad que le brindara el General Guzmán Blanco durante el bienio 1884-1886, le había sembrado la certeza de su destino. No era tan difícil ser Jefe Supremo. No era necesario saber francés, ni haber estado en la universidad. Durante muchos años, Guzmán Blanco mantuvo a raya las aspiraciones presidenciales de innumerables caudillos federalistas, haciéndoles creer que no eran aptos para alternar con él en el ejercicio de la magistratura y que para asumir responsabilidades de gobierno era indispensable poseer cualidades distintas a las del simple valor, la buena estrella y la silvestre audacia.

Pero los hechos lo estaban desmintiendo. Primero Alcántara, audacia y fortuna y luego Crespo, valor y fortuna, habían ocupado la Presidencia sin que el mundo se viniera abajo. Además, todos recordaban al General Miguel Gil, tremendo cacique de la sierra coriana quien sin mayores tropiezos había desempeñado la Presidencia en los días confusos del Mariscal Falcón.

También resulta absurdo, molestoso, chocante para los numerosos "generales subalternos" ese empeño de Guzmán Blanco de querer ejercer la dictadura de Venezuela desde la Rue de Le Peruose de París, con un océano de por medio, ni Simón Bolívar había podido lograrlo, y eso que vivía en Bogotá y era Bolívar.

Las razones sobraban y las ambiciones no tenían reposo. El General Crespo acusaba al General Guzmán Blanco, de ingrato. La ingratitud del Ilustre Americano estribaba en su desdén ante las ambiciones relacionistas del llanero.

Velutini sabe correr riesgos.

Descartado en la selección presidencial del año 88, se le brindaba al General Joaquín Crespo la senda de la invasión armada. Por ella se metió apenas instalado Juan Pablo Rojas Paúl en la Casa Amarilla. Confiando en la buena suerte que siempre le trajera el nombre de su mujer, se embarcó en Saint Thomas a bordo de la goleta "ANA JACINTA" Velutini, más realista, convencido del fracaso e igualmente seguro de los frutos de su inversión aparentemente absurda, escribió en la tapa de las maletas que llevó consigo: "José Antonio Velutini. La Rotunda. Caracas". Y a La Rotunda fueron a dar, tras una aventura sin eco, ni consecuencias.

Las glorias del doctor Rojas Paúl.

De las conversaciones que sostuvieran en el misterio de la noche y de la celda, el Presidente Rojas Paúl y el preso Joaquín Crespo nunca llegó a saberse nada en concreto. Tal vez el Presidente le propuso una tácita alianza frente al peligro común que representaba Guzmán Blanco, quizá le ofreció la sucesión, compartir el mando repitiendo la era Páez-Soublette-Soublette-Páez. Lo cierto es que el resto del período presidencial de Rojas Paúl transcurrió sin tropiezos.

Por lo pronto, Crespo se dedica a viajar. Es tiempo de mirar otros paisajes, de conocer otra gente, de saborear otros platos.

Cuando regresa de New York, a mediados de 1889 y vuelve a su casa caraqueña de "Santa Inés" tiene oportunidad de presenciar el episodio final dl¡ poderío guzmancista. Como Guzmán Blanco está lejos, las multitudes se conforman con descuartizar sus estatuas y arrastrar por las calles los pesados y fríos brazos y torsos de bronce. Los oradores imprecan al ausente con una valentía inesperada, que causa sorpresa en quienes los vieron sumisos ante las barbas del Ilustre Americano. Un grupo lleva a la casa de Crespo, como trofeo de victoria la cabeza de la estatua de Guzmán Blanco que se levantaba en el Paseo de El Calvario. Quieren hacerle compartir la emoción del triunfo, reconocerle artífice de la demolición, contarlo entre los suyos. Crespo responde a los cabecillas del tumulto con estas palabras: "Estas son glorias del doctor Rojas Paúl, nunca mías. Rechazo el homenaje". Y vuelve a hundirse en sus llanuras.

Inquilinos o dueños.

Al doctor Rojas Paúl también le crecen las alas de la ambición y decide apropiarse de la Presidencia y arrendarla por dos años a un amigo. Pero en lugar de escoger a Crespo como inquilino y cumplir su promesa, pensó en que a un doctor le era más fácil entenderse con otro doctor y no con un general. Y prefirió entre todos, como a inquilino seguro, al doctor Raimundo Andueza Palacio.

Rojas Paúl era un hombre frío, reservado, cerebral. Jamás pudo saberse qué pensaba. Nunca sus gestos tradujeron sus íntimos sentimientos. Muy parecido en palabras y maniobras al helado tirano de la teocracia colombiana Rafael Núñez. Por contraste, Raimundo Andueza Palacio era expansivo, extrovertido, locuaz, retórico, abundante, "amigo de Venus y de Baco". Una sola casa los hacía semejantes: tenían igual carga de ambición.

Y Andueza Palacio, al final del contrato de arrendamiento de la Presidencia, decidió instalarse como dueño de la casa alquilada.

Y Rojas Paúl, el burlador de las aspiraciones de Crespo fue burlado a su turno por su amigo de confianza. En su monólogo comentaría desconcertado el doctor Rojas Paúl: "Caramba, no se puede confiar en nadie. Hacerme eso a mi Raimundo, cuando me lo debe todo. Y tanto que creía conocerlo. Tan sincero que parecía. Caramba..."

El fruto de la paciencia.

Al aflorar el propósito relacionista de Andueza Palacio, tenía listo Crespo el argumento de su revolución. En las llanas soledades de su hato "El Totumo" había visto morir muchos días, sin cambios, ni noticias. Ahora, el fruto de su paciencia, se lo traía en la mano el jinete que tragándose las sabanas venía rumbo a su casa. Era una carta del doctor y general Juan Pietri, su consejero político que le brindaba noticias de la maniobra reeleccionista y le mandaba la excusa y la bandera revolucionarias en el borrador de la primera proclama. Ya no habría reposo en la casa del hato. Los mensajeros partirían muy pronto hacia los cuatro puntos cardinales de una Venezuela lista a jugarse la vida con el mismo gesto simple de quien tira el dado en la mesa de la pulpería. Era el 20 de febrero de 1892.

Al frente como adversario tenía al gobierno de Andueza Palacio, dirigido desde los reservados elegantes del Club "Venezuela". A las dispersas facciones que bajo el nombre de liberalismo se movían en todo el país, nada les decía la aspiración cesárea de Andueza Palacio, las maniobras de Vicente Amengual, ni los aprestos bélicos de don Sebastián Casañas. En cambio, cuánto hablaba a su imaginación levantisca, la espada desnuda del maestro Crespo. Para quienes nada tenían que perder, la mayoría de los venezolanos, la guerra era día de pascua. El riesgo era mínimo, el de la propia vida. Y las promesas muchas: el botín, la aventura, la venganza, tal vez la riqueza, quizás el poder. Y, sobre todo, romper la monotonía de los días sin esperanza.

Una revolución legalista contra un gobierno constitucional

Ya estaba el "Taita" Crespo montado en su gran caballo blanco, agitando como una bandera la proclama del doctor Pietri. "Nueva Balmaceda" apellidan al Presidente Andueza como han podido llamarlo nuevo Galba, nuevo Nerón o nuevo Núñez.

Es la guerra de 1892. Una revolución que se bautiza "legalista", frente a un gobierno constitucional. Los conflictos doctrinarios, las tesis son cosas de menor cuantía. Andueza; es liberal y ha figurado a lo largo de toda la dominación guzmancista como uno de los intelectuales del partido, como su orador más famoso.

Joaquín Crespo es liberal y su espada es base y amparo de la misma causa. En nombre de los principios liberales propone Andueza Palacio al Congreso Nacional las reformas constitucionales que provocan el levantamiento legalista. En nombre y defensa de las instituciones liberales se alza media Venezuela, detrás de Crespo.

La guerra va a ser larga. La victoria juguetona salta de uno a otro bando sin dejarse rendir por ninguno. Ramón Guerra es el estratega de esta campana. Pietri y Guerra serán los verdaderos autores del gran triunfo. Crespo es el símbolo, el centro natural de mil corrientes y ambiciones, pero es Pietri, intransigente y apasionado quien sabrá sobreponerse en las horas de la derrota, poniendo su terquedad corsa al servicio de esta empresa de poder, Guerra conoce todos los secretos del terreno y de la psicología del enemigo.

El gobierno no es capaz de vencer, pero tampoco se rinde. La revolución llega en junio a las puertas de Caracas, pero la confusa resistencia gubernamental es suficiente para impedir que los batallones cumplan su última jornada y entren a Caracas por el camino de El Valle.

Y mientras el gobierno de Andueza se deshace y la anarquía se apodera del frente gubernamental, el inmenso ejército de la revolución decide desandar el camino de los valles de Aragua.

El destino está empeñado en brindarle corona y trono a Crespo y, salvado el peligro de una melancólica dispersión, su ejército ocupa el 9 de agosto la importante plaza de Villa de Cura, y el 17 está frente a Valencia.

La acción fue corta. Las tropas legalistas fueron cerrando el cerco. La resistencia era absurda. Diez mil hombres asediaban a Valencia, y los sitiados no llegaban a quinientos. "Uno sólo no escapará...", decía el primer boletín de la victoria. La batalla fue un torneo al cual asistió toda la ciudad. "¡Qué población tan revolucionaria es Valencia!", comenta el general Pedro Vallenilla en una carta escrita ese día. Y agrega: "Todas las familias presenciaron el combate desde las ventanas". 40.000 cápsulas remington, 22.000 fulminantes, 35.000 cartuchos de fusil y 40 cajas de pólvora vinieron a aumentar el parque del ejército revolucionario. Al derrotado General Jesús María Lugo, jefe de la plaza rendida, lo califican de "criminal". "¿Como es posible - dice uno de los papeles crespistas - que con sólo quinientos hombres. Lugo expusiera a Valencia a los estragos de que la ciudad fue víctima?". "¡Es un criminal!", agrega el boletinero del ejército. Y al pobre Lugo le asignan los desastres y saqueos cometidos por el invasor. Crespo deja en Valencia seis mil hombres al mando de Ramón Guerra y se dirige a la toma de Puerto Cabello próximo objetivo de la campaña. El 24 de agosto después de dos días de combate se rinde Puerto Cabello y el Castillo.

"Uno sólo no escapará..."

Siempre, en estos momentos de total derrota o de aparatosa caída, alguno de los jefes vencidos logra escapar. Y a poco el fugitivo comienza a convertirse en héroe de leyenda. En Valencia, el 18 de agosto cayeron prisioneros Jesús María Lugo, Hermógenes López, Narciso Rangel, Sanfrona, José Ignacio Pinto y todos cuantos podían sostener la bandera del gobierno en aquellas tierras. Pero logró escapar el General Manuel María Montañez, jefe del Estado Mayor y de las tropas de Lugo. Montañez era, en realidad, hombre de cuidado. Era valiente, conocía el terreno, era sabio en el arte de las guerrillas, podía mover la gente de la Sierra de Carabobo y amenazar al vencedor con audaces asaltos. La captura de Montañez era motivo de honor para la joven revolución triunfante.

Transcurría esa brevísima y dramática etapa que sigue a todo cambio político brusco, durante la cual se pueden cometer con absoluta impunidad todos los excesos. El retorno a la normalidad es como el regreso de una pesadilla.

Si a Montañez llegan a capturarlo en esos días, el paredón del fusilamiento lo hubiera recibido. Valencia ocupada por un ejército de seis mil hombres, no tenía otros temas de conversación que los de la guerra. Montañez crecía por minutos en la imaginación popular y ya era más alto que la torre de la Catedral. Unos aseguraban haberlo visto en Naguanagua, otros por los lados de Guacara, alguien juró haber adivinado su figura inconfundible escondida en la sotana de un cura y había quien hablara de haber advertido en el paso marcial de una dama, el disfraz del perseguido.

La tertulia de "La Copa de Oro"

A la tertulia de "La Copa de Oro", van con frecuencia los Coroneles Tulio Pérez García y Pablo Morales y el Capitán Mariano Michelena a comentar los últimos sucesos. Una noche, el General Eduardo G. Mancera entra, toma una silla, se sienta y dice: "Hice preso a Montañez". La historia de Mancera ilumina la penumbra de la taberna. No todos los días los parroquianos tropiezan en su senda con la aventura. El General Mancera con su hazaña está enterrando una leyenda. Ya Montañez no desandará caminos en la imaginación de los valencianos.

Como las noches de la guerra son largas y el tiempo es de vigilia, las casas permanecen abiertas y las tertulias se prolongan hasta la frontera del alba. Cuando se cierran las puertas de "La Copa de Oro", Mancera dirige sus pasos a la casa de su amigo el General Manuel Antonio Paredes, Inspector General del Ejército Legalista, a donde siempre concurre un grupo numeroso de generales y coroneles vencedores.

Mancera vuelve a su relato, puntualizando horas y sitios. Serían las ocho de la noche, comienza a decir, yo venía subiendo por la calle de La Candelaria hacia El Palotal, cuando como a dos cuadras de la botica del doctor Francisco Ignacio Romero divisé la figura de un hombre que avanzaba con cautela. Trataba de ocultarse entre las sombras. Cuando estuvimos el uno frente al otro, pude enterarme de que llevaba una cobija terciada, un machete al hombro y una divisa tricolor en el sombrero. Creí que se trataba de uno de los nuestros y te dije en juego. "Compañero, el General Lugo te manda a decir que le busque ciento cincuenta pesos y lo espere en la Plaza Bolívar". El hombre pegando su rostro casi al mío, me dijo: "Soy Montañez, sálvame, Mancera". Y yo le respondí: "Usted cumplió con su deber cundo me denunció ante el General Pinto por mis simpatías revolucionarias. Ahora cumplo con el mío haciéndolo preso". Y sin encontrar resistencia de su parte, Montañez me entregó el machete y siguió conmigo.

Mancera es el centro de todas las miradas. En medio del silencio, continúa su relato: En ese momento aparecieron en la esquina de arriba dos oficiales y tres soldados de fuerzas que yo no conocía y le entregué el machete a uno de los primeros. Y les dije: "Este es el General Montañez, jefe del Estado Mayor de Lugo debe ir a la cárcel". Seguimos la marcha hacia la prisión.

Cuando 1legamos allí pregunté quién era el jefe de la guardia o el Alcalde y me dijeron que el General Martín Blanco, pero que en esos momentos no se encontraba allí. Me entendí con un oficial de guardia. Había mucha confusión en la Alcaldía. Y concluye: Esta mañana di una vuelta por la Alcaldía y desde una ventana vi a Montañez formando un grupo aparte con Lugo y Castro Briceño, en el patio de la cárcel. La madrugada avanza. Los visitantes se retiran. Mancera se despide.

"La causa de los pueblos".

Pero no transcurre una semana sin que el nombre de Manuel María Montañez vuelva a andar por las calles. El faccioso ha desaparecido de la cárcel de Valencia, en donde asegura haberlo entregado el General Eduardo Mancera. Y ya el comentario público empieza a asegurar que poderosos generales crespistas han facilitado su fuga.

En Valencia se encuentra como jefe del Estado Mayor de la Cuarta División del Ejército legalista, el General Zoilo Bello Rodríguez. Montañez es su pariente muy cercano. Y las sospechas comienzan a cercar al joven general divisionario. Como siempre ocurre en estos casos, la gente ha convertido el simple rumor en categórica denuncia. Al principio decían: "Dicen, o parece que Bello Rodríguez planeó la fuga", pero a poco las mismas bocas repetían: "Bello Rodríguez planeó la fuga de Montañez". Nadie tiene pruebas, pero eso es lo de menos.

La noticia llegó a Puerto Cabello y el 6 de septiembre de 1892, el general y doctor Juan Pietri, Secretario General del Jefe Supremo de la Revolución ordena al Auditor de Guerra, M. A. Silva Gandolphi que se traslade en el acto a Valencia y se avoque al conocimiento del hecho "con actividad y severa firmeza". Pietri califica a Montañez "de empecinado y criminal enemigo de la causa de los pueblos", y, sin más base que el rumor callejero, acusa oficialmente al General Bello Rodríguez "de haber traicionado a la Revolución Nacional al permitir la fuga de Montañez".

Silva Gandolphi no se hace repetir la orden. Al anochecer del mismo 6 de septiembre, ya ha dictado auto de detención "e incomunicación" contra los generales Zoilo Bello Rodríguez y Martín Blanco y llamado a declarar como testigos a los militares Manuel Antonio Paredes, Tulio Pérez García y Pablo Morales, quienes repiten ante el investigador las noticias que de los labios de Mancera oyeran en noches anteriores. Ante la pregunta del Juez, el testigo Pérez García responde que no puede dar fechas y detalles en su relato, pues al principio no le dio importancia a las noticias sobre Montañez y sólo días más tarde, a medida que crecían los comentarios, la figura del fugitivo le fue interesando. Los tres testigos aseguran al Auditor que el rumor general en Valencia señala a Bello Rodríguez como mediador en la fuga.

¿Rumor o convicción?

Al día siguiente, 7 de septiembre, Silva Gandolphi se traslada a Valencia. Ahora desfilan ante su mesa, los testigos Pedro Vallenilla, Mariano Michelena y Francisco Hernández Escalona, quienes reconstruyen escenas de las veladas en "La Copa de Oro" y en casa del General Paredes. El mismo cuento repetido por tres personas: el relato de la captura de Montañez hecho por Mancera y la versión callejera de la complicidad del divisionario Bello Rodríguez en la fuga del faccioso.

El Juez pregunta al General Hernández Escalona: "¿Puede usted decir si el rumor público afirmaba que Bello Rodríguez era el autor de la evasión, o es un simple eco de lo que dice Mancera?"

Escalona responde: "Es una afirmación de la opinión pública". Silva Gandolphi continúa: "¿Tiene usted alguna opinión personal formada respecto al asunto en cuestión?" Hernández Escalona contesta: "No". El juez insiste: "Usted a jurado decir la verdad: ¿puede usted decir SI el cargo contra el General Bello Rodríguez obedece a un fundamento conocido o a alguna circunstancia cualquiera que lo explique o justifique y cree usted que tal rumor público se funda en una general convicción?" El interrogado replica: "No tengo ningún fundamento y, por lo demás, no sé si tal rumor significa una convicción". El Juez suspende el acto y deja constancia de que el testigo Hernández Escalona cayó en contradicción puesto que antes había aceptado que el rumor público de la complicidad de Bello Rodríguez constituía "una pública convicción" y luego se desdijo. El declarante antes de firmar protesta por la constancia del Juez y dice: "Ciertamente el rumor obedece a una convicción pública pero no me siento autorizado para afirmarlo por no tener hechos en qué fundarme".

"La salud de la República"

A las nueve de la noche están tocando Silva Gandolphi y el Capitán Juan José Michelena, Ayudante de Campo del General Crespo y quien actúa como Secretario en estas investigaciones, a la puerta del hogar del General Eduardo G. Mancera. Al entrar se excusan de visita tan extemporáneo, pero le replican que así la exige la salud de la República y el buen nombre de la Revolución Nacional. Mancera los recibe gentil y se pone a sus órdenes. Comienza por identificarse: es un hombre de cuarenta y seis años, casado, domiciliado en la ciudad de Valencia, nativo de Guanare, comerciante y en esta guerra, por su condición de liberal ha militado en las fuerzas del General José Félix Mora. Vuelve a repetirles el cuento de la captura de Montañez y de su entrega en la sala de la Alcaldía de la Cárcel. Le piden nombres, pero él no puede darlos. No conocía a los nuevos funcionarios de la prisión, pues se trataba de gente extraña a Valencia, recién llegados con las tropas legalistas. Lo que sí le llamó la atención fue los rasgos aindiados de los dos funcionarios. Así lo hace constar: eran jóvenes, de estatura mediana, anchos de hombros, de bigote ralo y caído y de color mestizo". Agrega nuevos detalles sobre el acto de la entrega: Al llegar a la cárcel y por no encontrar allí el Alcalde, General Martín Blanco, le dijo a uno de los oficiales: "este es el General Montañez, ponga allí que lo trajo preso el General Mancera". El oficial asienta en el libro de entradas el nombre de Manuel María Montañez, pero se niega a agregar "la coletilla". Así lo recuerda Mancera y ahora lo relata ante el Juez. Cuando Silva Gandolphi le pregunta qué sabe acerca del rumor callejero que complica al General Bello Rodríguez en la fuga, Mancera afirma: "De eso no sé nada, ni nada me consta". El Auditor le hace firmar su declaración, le da las gracias por sus informes y se retira. Son las doce de la noche.

Visiones de la prisión. Pasadas las dos de la madrugada, el Tribunal se instala en la cárcel. Piden al Alcalde, los libros de la Guarnición y el Registro de Inscripción de Presos. El funcionario manifiesta que allí nunca han existido tales papeles.

Los guardianes van despertando en sus calabozos a los Generales Lugo, Pinto, Rangel y Castro Briceño y al doctor Cisneros Ochoa y les anuncia que un Juez los espera para que rindan declaraciones. El primero en compadecer es Lugo. A las preguntas responde que si conoce a Montañez pues fue su jefe de Estado Mayor, pero que no volvió a verlo desde el 17 de agosto, antes de la caída de Valencia. Y agrega: nunca lo he visto en la cárcel, no sabía que lo hubieran hecho preso y mucho menos he podido estar hablando con él en el patio de la prisión. El General Narciso Rangel tampoco ha visto a Montañez en la cárcel, pero si vio una mañana al General Mancera asomado a la ventana de la Alcaldía que da al patio central. Los Generales Castro Briceño y Pinto aseguran haber perdido a Montañez de vista desde la mañana de la batalla de Valencia. El doctor Cisneros Ochoa prácticamente dice lo que Pinto, Lugo y Castro Briceño han repetido "en la cárcel nunca ha visto a Montañez". El Juez se retira.

La pronunciación del General Aguilar.

El doctor Pietri no es hombre que abandona fácilmente sus propósitos. Mandó a Silva Gandolphi a encontrar la verdad sobre la captura y fuga de Montañez pero en Puerto Cabello encuentra para dirigir la investigación y un día más tarde le escribe: "Allá le mando al jefe del parque, el General Manuel María Aguilar, quien habló en la cárcel con el General Montañez. El testimonio de Aguilar es de primera importancia". Y apenas llega Aguilar a Valencia, Silva Gandolphi le pide que lo acompañe a la cárcel y ordena rueda de presos. La columna de prisioneros va desfilando y de pronto Aguilar dice: "Allá está Montañez". Y señala a un hombre que avanza tranquilo e indiferente. La fila se detiene y el personaje señalado por Aguilar es invitado a comparecer ante el Auditor. "¿Cómo se llama usted?', le preguntan. Y el preso responde: "Fermín Montagne". Silva Gandolphi le ordena a Michelena que vaya escribiendo el apellido letra a letra. Así lo hace el Secretario y al final vuelve Silva Gandolphi a leer. "Montagne". No hay duda, el General Aguilar ha sufrido una confusión cuyo origen estriba en la pronunciación del apellido. "Es fácil confundir Montagne con Montañez", acepta, convencido, Silva Gandolphi que también es perito en idiomas. Aguilar agrega: "Fue a este hombre a quien me referí cuando hablé en Puerto Cabello con el doctor Pietri". El Auditor insiste: "¿Conoce usted de la prisión y fuga del General Manuel María Montañez?". Aguilar replica rápidamente: "De ese asunto no sé nada, ni he oído decir nada".

La investigación no puede ser burlada, dice categórico el doctor Juan Pietri. Y piensa que la fuga de Montañez bien pudo ocurrir en los días siguientes a la ocupación de Valencia por las tropas legalistas, cuando todo era confusión y tumulto y la cárcel estaba guardada por una compañía de dieciséis soldados. Y ordena la prisión de quienes, oficiales y soldados, constituyen esa guardia. Surge entonces un elemento de sospecha que parece probar la acusación callejera de complicidad de Bello Rodríguez. Quien designó esa guardia fue el General Augusto Loutowsky, jefe de la Cuarta División del Ejército Legalista y hermano político del General Bello Rodríguez. Loutowsky comparece ante el Auditor y lo informa de los trámites que llenó para hacer el nombramiento de esa guardia, previa consulta con el General Víctor Rodríguez. Interroga el Juez: "¿Hay algún grado de parentesco, entre usted y Bello Rodríguez?". Loutowsky responde: "Si, es mi hermano político". Silva Gandolphi suspende el interrogatorio y hace constar el motivo. El General Loutowsky le replica: "Como militar de honor no tengo parentesco con nadie". Silva Gandolphi aplaude su respuesta, pero le manifiesta que su declaración bajo juramento no puede admitirse por su grado de parentesco con uno de los acusados.

Los días de confusión.

Pietri puede confiar plenamente en Silva Gandolphi. El Auditor es de aquel tipo de subalternos que saben traducir los silencios del jefe e interpretar en los monosílabos sin sentido, en los gestos de la mano o en el bajar y subir de los párpados, sus pensamientos y deseos más recónditos.

En un día, logra rehacer la lista de todos los jefes y guardianes que han estado en servicio en la prevención de la cárcel desde el 17 de agosto. Y ninguno escapa a su inquisición. El cuestionario está fabricado hábilmente, los más expertos militares pueden enredarse entre los lazos del meticuloso escribano. Todos declaran, nada se saca en limpio de estas nuevas investigaciones nadie ha visto a Montañez, ningún jefe registró su entrada, ningún soldado presenció su fuga. El misterio crece. De las declaraciones de los nuevos testigos va saliendo la más entretenida crónica de los días de confusión que siguen a la caída de una ciudad en manos de un ejército invasor. Los sucesos se multiplican, se cruzan, creando alrededor del testigo una atmósfera de angustia y sobresalto que le impide precisar detalles, figuras, fechas. Todo se mira y sucede como entre algodones de neblina.

La carta inútil

Bello Rodríguez no está resignado a su suerte. No obstante su incomunicación oficial, logra obtener datos acerca de la forma como Silva Gandolphi está dirigiendo el proceso y traza un plan distinto al que viene desarrollando el Auditor y el cual, mediante el interrogatorio de nuevos testigos, permite probar su inocencia. Y el 8 de septiembre se dirige a Silva Gandolphi en extenso memorial en el cual califica de "satánica calumnia" la acusación que oficialmente se le ha hecho y pide que se cite a los Alcaides y guardias de la cárcel, que se interrogue a los presos, se llame a declarar al Comité Revolucionario de Valencia, se exija testimonio a los Generales Ramón Guerra y José Félix Mora, este último autor de la denuncia, y a otros funcionarios subalternos que por su condición debían estar enterados de todos los detalles del suceso.
"Mi situación es tristísima", dice Bello Rodríguez. Y agrega: "Se trata de la defensa de mi honra y mi lealtad. Quiero justicia, porque me encuentro inculpable, pido verdad, porque ella confundirá la maledicencia y exijo reparadora sentencia, porque mi honra la necesito incólume para legarla a una familia que es del ideal seductor de mis aspiraciones".

Al pie de la carta, Silva Gandolphi escribe: "Habida consideración de que el Tribunal no sólo no ha formulado acusación ni cargo alguno contra el firmante y que tampoco le ha tomado declaración y por cuanto no han pasado estas actuaciones el plenario, se desestima en absoluto por improcedente el expresado escrito, disponiendo no obstante que sea agregado a los autos por si tuviere efecto que producir en la debida oportunidad".

Desandando el camino. A medida que las horas pasan y los testimonios aumentan, la confusión va siendo mayor en el ánimo del Auditor General. ¿Qué hay detrás de todo esto?, se habrá preguntado una y otra vez. ¿Realmente fue capturado Montañez? ¿Se fugó amparado por el poderío de Bello Rodríguez y de Loutowsky? ¿Se trata de uno de tantos rumores lanzados a la calle y en los cuales terminan seriamente por creer sus propios autores? Todos los caminos estaban cerrados por la duda.

Y Silva Gandolphi decide reconstruir la escena de la captura. Dicta un auto ordenando proceder a "una vista ocular".

El General Mancera se excusa de asistir, alegando enfermedad. Por inmediata providencia designa a los Coroneles doctor Elías Rodríguez, cirujano mayor del Ejército del Centro, y doctor Augusto L. Figueredo, Médico de la Primera División, para que previo examen del expresado General Mancera produzcan testimonio facultativo si está o no impedido para declarar.

Los médicos rinden su informe. Se trata de una gastritis. El doctor Rodríguez cree su deber ampliar detalles y aclarar al Juez en forma sencilla el origen del mal. Y en una diligencia deja constancia de que los padecimientos del General Mancera nacieron de "los palitos" que tomó para festejar la caída de Valencia.

Y el Auditor ordena que sea trasladado en carruaje, con todos los cuidados que su salud requiere, a la calle de Candelaria, en donde lo espera el Tribunal.

El Tribunal se constituye. El General Mancera señala una casa y repite su relato. "Yo había venido a ver un socio mío que vive aquí. A la salida fue mi encuentro con Montañez, frente a estas ventanas". El Juez toca a la puerta de la casa señalada. Allí vive Juan Francisco Matute, pero está ausente y quien comparece es su mujer, Benigna Matute. El Juez le pregunta: "¿Es cierto que una noche, como entre siete y ocho, estuvo aquí el General Mancera?". La mujer responde: "Si, vino a dejarle una razón a mi marido sobre un negocio de ganado que tenían". El Juez vuelve a preguntar: "¿Recuerda cuándo fue eso?'. La mujer dice: "La fecha precisa no la recuerdo, pero sé que eso sucedió después de la toma de Valencia". Silva Gandolphi insiste: "¿Después que salió el General Mancera de su casa, usted oyó algún ruido en la calle?". "No oí nada", responde Benigna. Sobre ruido en la calle, voces de escándalo o disparo de armas interrogan a los demás huéspedes y a la servidumbre de la casa de Matute. Nadie oyó nada. Aquella noche fue singularmente tranquila.

Tocan ahora la puerta de la casa vecina, en la cual habita el español José Cabrera, quien tampoco oyó nada en la noche del 19 de agosto. Igual cosa el habitante de la tercera casa visitada. Se trata de otro español: Diego Cabrera, quien no oyó nada y no sabe de nada.

Al abrirse la próxima puerta, saluda al implacable Auditor, el rostro sonriente de una bella mujer. "Ernestina Robles, para servirles" les dice mientras les brinda asiento en su sala recargada de cuadros y adornos. Silva Gandolphi habla. Ernestina les asegura que ella se acuesta tarde, que casi siempre está asomada a la ventana y que en aquellos días de la entrada de Crespo no ocurrió nada singular en su calle. Silva Gandolphi hace tomar nota de sus declaraciones. La Robles las firma, pero luego el Juez agrega: "Estas declaraciones se desechan por vivir la declarante fuera del orden social'.

El tercer acto de El Prisionero Imaginario

El proceso Montañez desenvolviéndose en aquel ambiente irreal de una ciudad ocupada y en el cual se mueve como personaje central, un hombre que nunca aparece en persona, tiene como tercer acto un desenlace realmente dramático. Después de la escena de la calle de La Candelaria en la cual se mueven una esposa, dos españoles y una cortesana, viene la última citación del General Mancera. Silva Gandolphi ha preparado otro tipo de interrogatorio. No se trata de saber a qué hora ocurrió el suceso, quiénes lo presenciaron, sino de una especie de tanteo psicológico en el cual quiere obligar a Mancera a expresar su opinión acerca de las condiciones personales de Montañez' "¿Cuántos años hace que conoce usted a Montañez?", le dice. Y el otro responde: "Diecisiete años". "¿Qué concepto tiene usted de él?", vuelve a preguntar el Auditor. "Que es un hombre de mucho valor" afirma Mancera. Y Silva Gandolphi pregunta, insidioso: "¿Y usted cree que un hombre así va a entregarse sin resistencia?". "Depende de las circunstancias", asienta, categórico, Mancera. El Auditor deja de hacer preguntas, para exclamar: "Aquí está en juego la seriedad de la Revolución y el buen nombre de los militares de la Revolución Nacional". Mancera guarda silencio.

Y tras un momento de reflexión, comienza a decir: "En realidad lo que ha pasado es lo siguiente: "Yo creí que aquella noche había detenido a Montañez, pero a quien en realidad detuve fue a otra persona". "¿Quién era ese individuo y en dónde está?", le dice Silva Gandolphi. "Un individuo a quien yo solté en la puerta de la cárcel y el cual no había tomado nunca parte en política", afirma Mancera. "¿Lo jura?", interroga Silva. "Lo juro", asienta Mancera El Tribunal declara terminado el interrogatorio.

Silva Gandolphi dicta un auto por el cual dispone terminar la averiguación de un hecho que nunca ocurrió, y asimismo ordena la libertad de los Generales Bello Rodríguez y Martín Blanco, declarando que su momentánea detención "no perjudicaba su honor militar y buena fama" y ordenando asimismo la prisión del General Eduardo Mancera.

El Jefe Supremo de la Revolución, desde Puerto Cabello aprueba las decisiones del Auditor y nombra un Consejo de Guerra verbal para juzgar al General Mancera. Lo integran Víctor Rodríguez, Augusto Loutowsky, Espíritu Santo Morales, Mariano Carrera, Joaquín Berrío y Angel Díaz Arana. El General Medardo Medina actúa como fiscal. Y los dictadores Víctor Alvarado y Miguel Zagarsazu como defensor. La sentencia del Consejo es condenatoria y ordena que Mancera vaya a cumplir pena de seis meses en prisión o fortaleza. El fallo fue dictado el 18 de septiembre, tras el toque de "Generala". El mismo día se elevó a conocimiento del General Crespo, ante quien también apeló el General Mancera. El 20 del mismo mes, el Jefe Supremo decide, "tomando en cuenta los servicios prestados a la Revolución Nacional" por Mancera, que la pena se le conmute, reduciéndola a dos meses de prisión en cuartel.

La clave se la llevó el General Mancera

¿Qué había pasado en verdad? ¿Era una simple invención de Mancera esta historia que conmovió a la ciudad, originó prisiones y trajo como consecuencia final la detención de su propio autor?

La explicación surgió más tarde. Mancera si detuvo a Montañez. Pero como en muchas ocasiones ha sucedido en nuestra agitada historia política, los nexos de vieja amistad, los vínculos creados a través del tiempo en una sociedad tan reducida como la venezolana de fines del siglo XIX actuaron con mayor fuerza que los momentáneos distanciamientos políticos. Antes de llegar a la cárcel, Mancera permitió la huida del hombre. Pero, para curarse en salud y anticiparse a cualquier informe sobre su conducta demasiado transigente en una hora de pasiones, alteró el final de la historia, colocando a Montañez entre las rejas de la cárcel.

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